Al final de la noche en la azotea, cuando la frente de Marcos no aguante una gota más de sudor y anuncie por el micro que «con este tema nos vamos, muchas gracias», desde el público le gritarán —quizás como pocas veces— que cante otra canción.
Y digo «quizás como pocas veces», no por menospreciar a su grupo, Ruido Blanco, sino porque el indie rock no fue, no es y probablemente nunca será —al menos, en este país— un estilo que llene estadios, reviente teatros y haga a la audiencia enloquecer hasta pedir un tema más.
Ruido Blanco, de hecho, no llega a ocupar toda la extensión disponible en la azotea de la casa Víctor Hugo. Pero esas decenas de personas que esperaron allí a que terminara la película, y que ahora mismo cantan, bailan y hasta viajan al compás de «Canciones para sombras«, parecen llenar cualquier espacio físico con tan solo su energía y sorprenden, de paso, a un equipo organizador del evento que no esperaba una respuesta así.
Con un aura por momentos zeppeliana, Marcos González estira hacia adelante los brazos y crea formas abstractas con sus manos. Susurra con la voz, como quien busca no opacar a los demás, y su canto parece dirigido no a todos, sino a cada uno, en particular, de los cuerpos que hasta entonces no se conocían, pero se unen frente al grupo en un abrazo no planeado.
La luz es tenue y la brisa apenas corre cuando el reloj marca casi las 11. Ruido Blanco se dispone a complacer el deseo de su audiencia y los acordes de «Lágrimas negras» inundan la azotea de nostalgia. Abajo, en el vacío inusual de la calle O’Reilly, las luces de las ventanas y la silueta del Capitolio recuerdan que La Habana, aunque dormida, aún vive.