
La primera vez que fui a su casa era abril, y aunque la ciudad lucía una luz de primavera, al cuarto de Alberto el de la Esquina de Tejas, tal y como se le conoce, le llegaba apenas un lejano reflejo de esa luz. En la calzada, carros viejos y guaguas rugían como bestias, pero la música extrema que salía de su equipo de música aplastaba con fuerza cualquier sonido que se atreviera a colarse por la ventana.
La casa de Alberto es enorme y es la misma donde vivió con sus padres y su hermana. La casa de siempre, la de la familia, la de los recuerdos, la casa de sus afectos. El cuarto donde lo fotografié es el mismo desde que era un niño. Eso sí, ahora las paredes están cubiertas con posters que vomitan lo brutal. Allí también tiene una importantísima colección de cassettes, CDs y cintas de video.

Dice Alberto que el cuarto es una cueva que uno se hace, el lugar donde te sientes bien y allí, en esa cueva y junto a su gran amigo Jorge Hoyos, el Satan (a quien le agradezco nos haya puesto en contacto) me contó de su vida. Una vida claramente marcada por el amor a la música, un amor extremo, un solo de guitarra de registro alto y doble bombo.
Me cuenta que cuando él trabajaba en el Maxim tenía un amigo que le decía que un rockero nace, no se hace. «Y tenía razón», me dice, «yo tengo dos hijos y aunque lo intenté, no logré inculcarles el gusto por el género. A mí nadie me dijo lo que tenía que escuchar. Eso nació solo».
Todo empezó en el año 1975 a sus once años gracias a un radio Emerson con una antena de cartón y una mazorca para buscar las emisoras. Alberto descubrió la caoba de la que estaría hecha la guitarra de cuerdas invisibles que pulsaría para el resto de su vida con la emisora Now. En ese espacio ponían música en inglés, me cuenta que como él no conocía el idioma más que las canciones lo que le gustaba era la batería y la parte de los solos.
«Ahora ya es otra cosa, me gusta más el sonido de un tren, la fuerza más que el virtuosismo. Mi plato fuerte es la música extrema, descargar toda esa brutalidad que llega a mí y es como si me limpiara las venas y todo el cansancio y el odio que pueda acumular desaparecen».
Cuando me dijo esto pensé que tal vez es por eso que hay en Alberto tanta bondad. Cuando lo escucho hablar veo delante de mí a un hombre de sesenta años pero a veces se me pierde esa edad y veo a un joven con una pasión intacta, una pasión que no se ha diluido ni en el tiempo ni en las heridas. Me habla de sus dolores, los enumera como si fueran sinfonías y cuenta sus vivencias en la etapa dura donde un rockero era, ante los ojo de los demás, la peor versión de un ser humano.

Me dice «un dolor», y empieza a contarme un pasaje terrible durante un concierto del grupo Venus en Batabanó que se suspendió y donde se dio la orden de coger preso a todo el mundo. “Los frikis empezamos a correr en desbandada por todo el pueblo mientras gente de todas las edades y hasta gente en tractores, con guatacas, a los que se les había dado la orden de cazar frikis nos caían atrás».
«Yo tenía una gorra y un pullover negro al que le había quitado las mangas, era de Slayer y tenía un esqueleto con una mano saliendo del ataúd. Además, andaba con cuatro manillas que me quité intentando no hacerme notar. No hubo manera de escapar de aquello y terminamos en la estación de policía con una multa. Nos montaron en una guagua para regresarnos a La Habana, y allí los frikis empezamos a cantar a coro la canción de Barón Rojo, Hijos de Caín: Sufrirás, morirás, esta es su voluntad, pero aún hay aquí, hijos de Caín”.
«Hoy todavía yo me pregunto qué hicimos nosotros para tener que estar huyendo así. Todas estas historias que te estoy contando están guardadas aquí en el saco, metidas en el corazón de alguien que no ha hecho daño social alguno».
Pero no sólo opalos carga Alberto. En ese saco hay otras piedras preciosas, historias cubanas de una generación que navegó sola con viento y olas violentas y no claudicó. Gracias a ellos aún hoy se enfundan pantalones estrechos y grandes botas.
«Yo no tenía ni grabadora ni tocadiscos y cuando estaba en la secundaria me prestan el disco de los Bee Gees, Saturday night fever, un disco de KC and the Sunshine Band y otro de Boston. Entonces yo decía y ahora dónde yo oigo esto. pero para mí ya tenerlos aquí en la casa era un triunfo. Hasta un día en el que un tío mío me regaló un viejo tocadiscos que él no usaba».
«A partir de ese día, desde que llegaba de la escuela era metido en este cuarto, me ponía a oír los discos y los repetía y los volvía a poner una y otra vez y mi mamá me decía ¡pero hasta cuándo, oye para ya..!».
Alberto me cuenta que en los setenta y ochenta en su barrio se hacían fiestas con la música que grababan de emisoras americanas que se cogían a través de antenas inventadas. Fue la época en que empezó a oírse Michael Jackson, Billie Joel, Donna Summer. Dice que en las grabaciones dejaban hasta la voz del locutor y así mismo las ponían en las fiestas.
«Las fiestas eran los sábados y ese día nos dedicábamos desde temprano a prepararla. Pintábamos bombillitos con pintura roja y como queríamos imitar los programas de bandas, sobre todo europeas, a través de un amigo que trabajaba en la industria química conseguíamos el hielo seco. Íbamos a su trabajo a buscar la piedra aquella que traíamos en la guagua».
Alberto habla de su etapa en el politécnico, del agrupamiento por afinidad. Los guapos para un lado, los tranquilos para otro, y, aparte, los rockeros, con sus pantalones a la cadera con una hebilla grande. Luego el pelo largo, él se ponía una crema y una media en la cabeza para que su pelo rizado se acoplara. «¡Qué lucha con el pelo caballero!», nos dice al Satan y a mí y nos divertimos conociendo de sobra que no hay aquí un gesto de superficialidad y sí un acto de rebeldía silenciosa, una declaración de independencia y pertenencia a un grupo profundamente unido por la música, el estilo de vida y la visión del mundo.
Alberto y el Satan hablan de música, tienen un conocimiento basto.

«Podemos hablar de música con cualquiera, yo tengo ahí de todo. Ahora es otra cosa, la juventud no se esfuerza porque la tecnología da lugar a eso. En nuestra juventud para que cayera un disco era un sufrimiento y cuando ese disco caía lo estabas oyendo dos meses seguidos. Nos aprendíamos el titulo de cada canción, el nombre de los integrantes, la discografía completa, la marca de los instrumentos. También lo apuntabas en libertas, como Javier el Copia. Ahora no».
«Nosotros somos de la época en que todo está guardado aquí. Alberto se lleva el dedo índice a la sien y lentamente lo va llevando al corazón».
Le pedí una frase, me dijo: «Solo los fuertes sobreviven, lo que no nos mata, nos hace más fuertes».