La fiebre grunge que implosionó en la segunda mitad de los ochenta y se consolidó un brillo después, no me dijo mucho, más allá de un puñado de canciones que de forma irremediable se tornaron clásicas. Actualizó y mezcló esquemas que conectaban el rock duro, el punk, la psicodelia y el pop-rock, si bien no tardó en gestar su comercialización, auge y caída, sobre todo tras la desaparición prematura de algunos de sus exponentes centrales.
El influjo de Alice in Chains, Soundgarden, Pearl Jam, Nirvana y otros demoró en llegar a La Habana, pero cuando lo hizo pegó entre buena parte del público y los músicos. Al respecto, se destacaron dos direcciones: las agrupaciones que lo abrazaron en sus aspectos más directos, incluyendo el uso del inglés que, a partir de entonces volvió a ser recurrente en el espectro nacional; y las que optaron por cantarlo en español. En muy pocos casos se dio la imitación abierta (covers), al menos en esa etapa inicial. Uno de los grupos que me impresionó por su puesta escénica y energía sonora fue el matancero Delirio G , pero en esa estela la capital aportó nombres consagrados y/o efímeros: Cosa Nostra, Teatro Mágico, Cáliz, Havana, Blackmail (antecedente de Tribal ), Casa De Papel.
A esa línea, Athanai se sumó más tarde: todavía en su primer fonograma apenas se insinuaba. Pero con su segundo opus, A Castro le gusta el rock, se evidencia que el grunge le había pegado fuerte y, transcurrido el tiempo creo que fue uno de los hitos del “alternativo” nacional. Grabado en Madrid, donde el compositor residió durante un par de décadas, estaba armado por 13 canciones que intercambiaban leves reminiscencias troveras, las omnipresentes y afiladas guitarras grunge cortesía de Dayán Abad (reforzadas en la excelente producción), los toques de funk, ocasionales rapeos, una sección maciza rítmica (Kiki Ferrer y Arián Suárez) y la irresistible atracción de las melodías pop.
Compendio de referencias musicales y vivencias reflejadas en los textos, el disco abría (tras una cortísima intro) con “Habanero”, tributo personal a la capital de los cubanos, donde recreaba el “Santa Isabel de las Lajas” de Benny Moré (apropiación que retomó en otro tema al citar el “With or without you” de U2 ). Había piezas que denotaban influencia del rock-pop, como “I’m Sorry” (muy Beatle), “Help”, “Tuve” y la optimista “Lazos con la fe”, junto a la balada “Triste canción de noviembre”, Mientras “No dormiré”, acústica y dedicada a sus hijas, funcionaba como tierna nana para darle final. No obstante, el motor del álbum recaía en el sonido grunge, comprobable en “Nirvaneando”, la airada “Voy pasando” y “No lo haré” (que admitía los tonos más oscuros, con unos versos duros y cargados de roña). “Hablando solo de amor” dejaba claro el gusto por Led Zeppelin y, de hecho, parecía que la batería convocaba el espíritu de John Bonham.
Pero, por mucho que primara el rock, salvo dos o tres pasajes de solos instrumentales, A Castro le gusta el rock estaba más cercano en su concepción al de un cantautor. Por suerte no incluía ninguno de esos extenuantes “featuring”, que ya empezaban a ponerse de moda. Ni falta que le hacía. Un CD donde las calles de La Habana y Madrid se fundían en una sola arteria central, condensando sentimientos de un migrante que intentaba descifrar y acomodarse a otra realidad.
Este segundo lanzamiento de Athanai tuvo una suerte curiosa en Cuba. Como era de esperar, al tratarse de un país atarugado de impresiones surrealistas (ya lo dicen: “Breton es un bebé”) el título provocó desconcierto, temblequeo y amago de prohibiciones. Presentarlo en mi programa de radio resultó una pesadilla: constantemente me pedían que no lo anunciara, y siempre tenía que explicar que lo que se mencionaba era el apellido del artista. En una nación donde esas seis letras parecían (parecen) ser privativas de una sola familia, se llegó a tal punto de ridiculez que, cuando se licenció para su venta en el territorio nacional, tres años después, le cambiaron el nombre a Obligatorio . Algo sencillamente patético. Porque, además, no sé a quién se le podía ocurrir pensar que al otro le gustaba el rock. Ver para creer.
Entónces, si abordo de modo general la evolución de Athanai, salta a la vista su capacidad para crecer. Ligado al movimiento de cantautores de fines de los 80, guitarra acústica en mano; saltó a alternar el acompañamiento con un piquete de rock o sólo con secuenciadores (de los primeros en atreverse a hacerlo); se unió a hiphoperos (Primera Base), salseros (NG La Banda) y los españoles O’Funkillo durante su estancia en ese país, mientras sus discos personales iban mostrando las facetas de su desarrollo artístico.
Con una discografía parca (apenas cuatro producciones en estudio y una en vivo, entre 1997 y 2020), este tiene un significado especial para mí. Me hace evocar los días de la radio, las fiestas, las amistades que el tiempo, las distancias y la vida (la muerte) han ido recolocando a pesar de nuestros pesares. Obra directa al pulmón y el corazón, no pertenece al pasado, aunque su disfrute haya comenzado en unos ya lejanos ayeres.
El apasionado intimismo que transmitía lo convirtió en un trabajo que identificó una época para su autor, pero no por eso (ni siquiera cuando el contexto cambió, tras el regreso de Athanai a la isla) me parece anclado en un mirar atrás. Para demostrarlo, basta escuchar como retumban de actualidad sus versos: “mira que hay montones, puñáo ‘e cabronces poniendo trampa en todos los rincones. No te me emociones, no te traiciones, vende el alma y no serás ya tú. Así que no presiones, no me controles, yo no soy nada de lo que dispones, guarda tus favores comprometedores, yo sé bien porqué no me vendo”.