
Cuando las señas y quejas desde el público claman a gritos «no se oye», cuando el sonido de las guitarras se ahoga antes de nacer por los altavoces y Robin resopla, con el bajo en la mano, de la frustración; Juan Carlos Torrente se arruga por primera vez desde que lo conozco, y agradece al público por estar, en el momento más amargo de la noche.
Para la amargura, que tiene su origen en un equipo de audio agonizante, no hay solución inmediata, o al menos, eso parece. Rentar un equipo cuesta, transportar el equipo cuesta, mover instrumentos cuesta. Hacer metal, en resumen, cuesta. Y se gana —si se gana— muy poco.
Por eso resulta doloroso y triste que una banda con la trayectoria de Combat Noise haya vivido un episodio como este, y que ocurriera precisamente en un momento en que buena parte de la audiencia ha perdido la fe en el Maxim Rock y en el futuro del metal cubano.
Algunos podrán pensar que la tropa de Juan Carlos debió detener el concierto y bajar del escenario, por respeto al público que los sigue y al nombre que con su obra han creado. Pero parece ser justo por eso, por respeto a los que pagan su entrada, a los que aman el metal y a ellos mismos, que continúan. Combat Noise aprieta los dientes y hace lo que puede con lo que tiene. No hay gloria en la retirada, intentan decir. Mejor, morir con honor… Ya llegará el desquite.