Estimados promotores, músicos, organizadores. Amigos, hermanos de batalla, dinosaurios, hombres lobo, gente que se coló en la sala sin saber de qué iba esto:
Esta conferencia debía arrancar con una presentación electrónica y un título menos pretencioso, pero ante la muerte súbita de mi computadora y la inminencia del viaje a Bayamo, debía escoger entre emplear mis últimos días en La Habana en intentar reparar mi placa base y terminar lo que ya había adelantado, o sentarme en una laptop a escribir lo que brotara en el momento. Y justo ahí, frente al papel en blanco, me asaltó la misma pregunta que desde años me persigue.
La primera vez que vino a mi mente, tenía veinte o veintiún años, estudiaba Periodismo en la Universidad de La Habana y mis únicos contactos con el rock nacional habían sido a través de una peña metalera en el Vedado y un libro de Humberto Manduley titulado Hierba Mala: una historia del rock en Cuba. En la introducción de ese libro, Manduley explicaba algo que me desde el título me resultó curioso. ¿Por qué llamarlo UNA historia del rock en Cuba, y no LA historia del rock en Cuba?
La respuesta era simple: porque ese intento suyo por rescatar nuestras raíces era solo la porción de historia que él había podido abarcar, una historia de apuntes generales, una condensación de hechos, nombres y fechas; un resumen de cuanto fanzine, entrevista, foto y artículo estuvo a su alcance, y de sus propias notas de trabajo. Cuando terminé el libro, tenía dos cosas claras. La primera, que yo también quería escribir sobre el rock en Cuba; y la segunda, que mi tesis de licenciatura tendría, sí o sí, que ser sobre eso. ¿Pero qué era eso en realidad? ¿Cómo escribir sobre rock cubano sin repetir lo que otros ya habían escrito? ¿Cómo hacer la historia del rock y el metal, o una historia del rock y el metal, sin que fuera eso: un libro de historia? En resumen, me preguntaba, ¿cómo contar el rock y el metal en Cuba?
Unos meses atrás, cuando Pavel Reyes me invitaba al evento de promotores Rock de la Loma, mi primer Rock de la Loma, me pedía que pensara en un tema para esta conferencia y justo allí titubeé, precisamente por lo mismo. ¿Qué podía aportar a un debate sobre el rock y el metal en Cuba alguien que apenas se inicia en este mundo del periodismo, de crítica, de la promoción? ¿Qué podía decirle un novicio a quienes escriben de este tema desde hace diez, veinte o treinta años; y por qué ellos deberían escucharme? Al final, después de pensarlo, la pregunta de siempre regresó. ¿Cómo contar el rock en Cuba? ¿Qué significa contar el rock en Cuba y por qué parece que voy a decir algo que otros no hayan dicho?
Junto a Omar Vega (Subtle Death), Raúl Cardona (Metal in your Blood) y Leuvys Lopez (A Todo Tren Radio).
Pensemos, por un momento, en todo cuanto hemos escrito o leído en revistas, fanzines, sitios web; y preguntémonos: ¿Cuántas veces, en una entrevista “x” de un medio “y”, hemos leído la misma entrada: saludos y bienvenidos al fanzine más cual? Cuéntenme cómo fueron los inicios de la banda. ¿Cuántas veces no hemos hecho eso nosotros? ¿Cuántas veces no hemos abierto un texto con la misma pregunta, hemos privilegiado el qué sobre el cómo y el por qué, hemos dejado escapar la anécdota, la vivencia, la emoción, el cansancio, la satisfacción? ¿Cuántas veces no hemos escrito casi la misma entrevista, la misma reseña, cambiando aspectos básicos como el nombre del grupo y del disco, el estilo y alguna que otra frase? ¿Cuántas veces no hemos pensado que basta con decir que tal hecho ocurrió en esta fecha y que en tal lugar tocó esta banda, y que lo hizo bien o mal?
Hace cerca de cuatro años, cuando cursaba el taller de narrativa y estilo en la carrera de Periodismo, me topé con un texto de Leila Guerriero, una periodista argentina, titulado: ¿Qué es el periodismo literario? Allí, la autora del libro Los suicidas del fin del mundo, dejaba algunas pistas que creo importante compartir acá. Leila decía que «solo si una prosa intenta tener vida, tener nervio y sangre, un entusiasmo, quien lea o escuche podrá sentir la vida, el nervio y la sangre: el entusiasmo”.
Y creo que esa es la base de cualquier intento de narración. Cuando cursaba el primer año, un viejo periodista me aseguró que no le interesaba sonar culto, sofisticado o elitista cuando escribía: él, simplemente, escribía cómo hablaba; y con eso le bastaba. Otro profesor, más joven, había comentado en una clase que el periodismo tiene dos reglas inquebrantables: no mentir y no aburrir.
El día en que decidí hacer una tesis sobre el rock y el metal en Cuba, o para ser justos, del rock y el metal en La Habana, me dije que si quería contar una historia de eso, lo haría de la forma en que mejor podía hacerlo: desde el periodismo. Pero el periodismo a secas no bastaba para contar historias del rock, o al menos, no como yo quería. Porque más que reafirmar lo que ya se conocía o repetir lo que ya se había dicho, me interesaba buscar las vivencias de cada quien, y luego que fueran ellos mismos, los protagonistas, quienes nos llevaran a una época pasada y nos contaran qué, cómo, dónde, por qué sucedió, qué pensaban sobre eso, de qué se enorgullecen y de qué se arrepiente. Y luego, que esas pequeñas historias, esas micro-historias, se unieran para formar no una historia del rock cubano en el estilo de un libro de texto, sino historias que pudieran leerse como se lee un cuento o una novela. Y ese camino, que otros tantos habían recorrido en otras épocas y con otros temas, tenía nombre.
El periodismo narrativo o periodismo literario, es aquel que partiendo de los recursos de la ficción: descripciones, escenas, diálogos, dramaturgia, cuenta una historia real en la que esa persona que entrevistamos y observamos, y esa realidad que nos relata, se convierten en un personaje y un escenario, en una recreación veraz y verosímil de los hechos, en un reflejo de esa realidad llevada al papel y narrada con elegancia, belleza, humanismo. Como un cuento. Como una novela. Solo que ese cuento o esa novela, es el cuento de la realidad.
Si volvemos sobre Leila Guerriero, nos diría:
“a los mejores textos de periodismo narrativo no les sobra un adjetivo, no les falta una coma, no les falla la metáfora, pero que todos los buenos textos de periodismo narrativo son mucho más que un adjetivo, que una coma bien puesta, que una buena metáfora”.
Y eso es porque contar en periodismo narrativo no significa renunciar al dato, a la cifra, a la fecha, a la precisión, a la descripción, a la interpretación, a la verdad. Tampoco significa renunciar a la buena pregunta, pues ella es la piedra angular del periodismo. Pero no es lo mismo responder las seis preguntas clásicas (qué, quién, cómo, cuándo, dónde y por qué) en una estructura básica y a veces plana, que hacerlo pensando en que esa persona de carne y hueso que se cuenta a sí misma cuando nos hable, cobre vida una vez a través de la palabra escrito.
Foto: Junior Hernández Castro/El Friki Periodista
Durante mucho tiempo, el periodismo narrativo fue visto por algunos como un intento menor de literatura o, simplemente, pseudoperiodismo; un escalón intermedio entre el reportero talentoso que aspiraba a convertirse en novelista, pero aún no lo lograba. Hoy, sin embargo, no es así. El nuevo periodismo, que en Estados Unidos hablaba sobre grandes personajes y estrellas del cine y la música, desembocó en un abanico de temáticas que los grandes medios no visibilizaban.
El periodismo narrativo, el nuevo nuevo periodismo, buscaba las historias del inadaptado, del narcotraficante, del mendigo, de la madre soltera, de la gente común, que, cuando nos acercábamos, no era tan común. Para el periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos,
La Historia con hache mayúscula siempre ha sido un asunto de vencedores: la dictan quienes están al mando. Por eso el poeta Manuel Alcántara decía que lo curioso no es cómo se escribe la historia, sino cómo se borra. Se borra a los perdedores, a los excluidos, a esos que Eduardo Galeano llama “los nadies”. “Los nadies” –sigo con Galeano– “cuestan menos que la bala que los mata”. Nunca han significado nada para quienes redactan la Historia con hache mayúscula.
A nosotros, quienes escribimos sobre rock, metal, punk, nos interesan los excluidos. Otras veces, lo hemos sido. Algunos, todavía lo somos. Conocemos, porque otros lo han registrado, que hubo en los años 80, en La Habana, un grupo llamado Venus, que fue el precursor del heavy metal en Cuba y que terminó su carrera abruptamente. ¿Cómo eran sus conciertos? ¿Qué hizo que se separaran? ¿Cómo era ser friki en los 80?
Sabemos que hubo un lugar llamado Patio de María, donde una señora con ese nombre salvó al rock de la intolerancia y le brindó un suelo para echar raíz. Y sabemos, porque hay rumores, que un buen día, lo cerraron. ¿Quién es María Gattorno? ¿Cómo era el Patio? ¿Quiénes lo cerraron? La otra historia, esa que poco parece en los libros, si es que aparece, ha estado esperando muchas veces por alguien que la resguarde antes de que se pierda por siempre. Y ese alguien, somos nosotros, los que tenemos un blog, un fanzine, un podcast, una revista. Puede ser, incluso, que tengamos la grabación, que conozcamos la historia, que sepamos quién la conozca; pero que aun así, no la contemos como merece.
A inicios del 2020, en plena época de tesis, entrevisté a Dionisio Arce, el vocalista de Zeus, para saber conocer más sobre Venus y el legado que dejó esa banda. La conversación inicial no fue la gran cosa: yo era un total desconocido al que le hacía un favor y la entrevista duró veinte minutos. Sin embargo, sabía que detrás de eso había mucha historia desperdigada, y durante tres meses, recopilé impresiones sobre Venus entre músicos y frikis de la época, para que cada uno me diera su retrato de cómo se vivía un concierto de Venus. Al mismo tiempo, comencé a buscar material de archivo con videos, recortes de periódico, crónicas y publicaciones en redes.
El resultado de la entrevista y la búsqueda se publicó en mayo de 2020, bajo el título «La Maldición de Diony», en el recién estrenado sitio web de Opía Magazine:
Ningún friki se emociona tanto con el cañonazo de las nueve como el que asiste, los últimos viernes del mes, al anfiteatro de la Habana Vieja. En ese instante, comienza el griterío de los que aguardan por la primera canción.
Quienes no logran entrar porque el sitio está abarrotado, se quedan en los extramuros para escuchar y cantar desde lejos, a riesgo de que un policía les pida el carné de identidad o los «invite» a acompañarlo. Lo que rara vez ocurre es ver a alguien marcharse antes del final, porque un concierto del grupo Venus es, para los rockers del ’86, como el Domingo de Pascua para los fieles católicos.
El ambiente suena a heavy, a guitarra rápida, a batería intensa. Cinco mil almas esperan porque el flaco de la camiseta comience a disparar, vía micrófono, las canciones que todos conocen: speed metal con letras propias y siempre en español. El frontman de Venus se acerca a la audiencia y comienza el asalto sonoro. «Mensaje», «Amenaza nuclear» y «Del metal más duro» pasan como ráfaga entre un público enloquecido. Con una energía infinita, el cantante desgasta el escenario; lo mismo se tumba en el suelo que lanza la ropa al aire. Su nombre es Dionisio Arce, y todos le dicen Diony.
Mientras observa al gentío, seducido por el éxtasis rockero, sospecha que sus cuerdas vocales están haciendo historia. No se equivoca.
El texto cuya entrada acabo de leer, pudo iniciar diciendo: “En 1986, Venus era una banda cubana de heavy metal que metía a 5000 personas el anfiteatro de La Habana. Su cantante, llamado Dionisio, era muy bueno”. Y esa versión, que en realidad ofrece los mismos datos, elimina por otro lado a la atmósfera, la emoción, la escena misma de un vocalista en un escenario con 5000 personas coreando sus canciones y sintiendo, a la misma vez, la tensión de estar rodeados por la policía. Porque ese detalle, ese golpe de efecto, solo se logra recreando un escenario; pero ese escenario no solo se construye sobre una descripción de elementos, sino a través de la propia información dosificada, porque es periodismo, no ficción.
En la entrevista narrativa, según el cubano Rafael Grillo
“(…) el intercambio entre los interlocutores se presenta como diálogo al estilo directo, igual que en un cuento o novela, y haciendo uso de las acotaciones. El entrevistador que planea presentar su entrevista de forma narrativa intenta disminuir la falta de naturalidad de la situación de entrevista y propiciar un clima más cercano al de una conversación normal (…) hará énfasis en obtener no sólo lo que dice el personaje sino en registrar cómo lo dice (…) resulta esencial el registro del ambiente o escenario (…) y todo lo que sucede alrededor del personaje en medio de la situación de entrevista”.
A veces, sin embargo, la historia aparece tan bien hilvanada por el propio personaje, que sería un crimen contaminarla con nuestras preguntas o impresiones. El testimonio, en ese caso, se erige como un recurso pertinente, pues no solo permite que el protagonista se convierta en narrador, sino que, a través de determinados elementos del habla (frases sueltas, palabras específicas, onomatopeyas, sarcasmo, muletillas) es posible realizar una caracterización psicológica lo más cercana posible a la realidad. Piénsese, por ejemplo, en la novela testimonio Biografía de un Cimarrón, de Miguel Barnet; o en el reportaje testimonial Presidio Modelo, de Pablo de la Torriente.
Por la vía testimonial, nos quedaría a nosotros, quienes escribimos, organizar el relato de una forma interesante, pudiendo jugar con el orden de presentación de los hechos en aras de ganar en dramaturgia; aunque eso sí, sin distorsionar el contenido. Este caso me ocurrió, por ejemplo, en una entrevista con Juan Carlos Torrente, el líder de Combat Noise. Necesitaba, en una misma entrada, contar algo que de inmediato captara la atención y que, a la misma vez, lo introdujera como personaje. El resultado fue el siguiente:
Lo primero que sentí fue picazón, debajo del chaleco, como a la media hora. Le dije al Colo: «Asere, mira a ver qué tengo», y me quité el pulóver. «¡Coñó…! Juanca, bróder… ¡hay que ir corriendo pal hospital!». «¿Cómo que pal hospital…?». Cuando salí del Calixto, el hospital, tenía treinta y seis puntos en la espalda. Tres machetazos a lo largo: ¡racata, racata, racata! Yo ni me los sentí, porque en el calor de la bronca tú no te enteras de nada, en lo único que piensas es en mandar bien lejos a todos los guapos esos y que dejen de joder a los frikis.
Antes, en los setenta y los ochenta, la gente de la salsa y la rumba, los guaposos, te veían con el pelo largo y gritaban «¡Miraaaaaa!», y empezaban a tirar piedras y a caerte atrás…tú te mandabas a correr y hasta te reías… Pero cuando llegó el thrash metal todo eso cambió, porque ya no éramos hippies, ni rockeros: éramos metaleros. Y un metalero siempre da la cara.
La noche de la bronca fue en el año ’88. El 17 de diciembre, con San Lázaro ahí… ¡Tú sabes! Estábamos en la inauguración del Patio de María, una casa de cultura en La Timba donde iban a tocar rock. ¿Y qué pasó? Que cuando aquello había dos bandos: estaban los thrashers y los rockeros… y no nos llevábamos bien. Empezó una pelea de repente: ¡bimbá! Y se hizo tan grande que todos los frikis salieron a fajarse para la calle. Como ese era un barrio conflictivo y de salseros, al momento aparecieron los negrones con machete. Eran como ocho. Yo vi a mi socio Aroca fajado con uno, y cuando intentaba separarlos, nos caímos el tipo y yo, y desde el piso trataba de machetearme. ¡Racata, racata, racata!Pero había más frikis que guapos, y les caímos a patadas y piñazos hasta que alguien gritó: «¡La policía!» Y ¡fuuuu! Nos mandamos a correr…
Después de esa noche, yo pensé que el Patio de María se iba a acabar, pero no… Cuando El Colo y yo fundamos Combat Noise, en 1994, ese lugar era La Meca del metal en Cuba, bróder. Y se inauguró así, con sangre, como si los dioses del metal la estuvieran pidiendo. Los ochenta y los noventa tienen una historia del carajo… Ya yo tengo cincuenta años, pero nunca me voy a olvidar de aquel día, porque es un orgullo para mí haber sangrado por el metal cubano. Esas cicatrices son como heridas de combate, y siempre que se habla de ese día la gente cuenta lo de la espalda de Juan Carlos… ¿Mis apellidos? Torrente… Rodríguez… Juan Carlos Torrente Rodríguez… ¿Quieres darte un traguito?
Al igual que en el ejemplo de Venus, el texto podría haber iniciado diciendo: «Juan Carlos Torrente es un friki de 50 años que recibió un machetazo el día en que el patio de María se inauguró. Aquel lugar se convirtió durante los 90 en la Meca del metal en Cuba y allí nació su banda, Combat Noise«. Pero ese intento, como el anterior, elimina la posibilidad de que el lector sienta la tensión del momento, la intriga por saber qué sucede, la respuesta al cómo y al por qué lo apuñalan. Se pierde, en resumen, la posibilidad de que el lector sea quien imagine esa escena, que le ponga voz y rostro al personaje, que decida si es un tipo serio, carismático, bromista, o pesado. Y noten, además, que toda conclusión parte del relato en primera persona, sin que quien escribe, el periodista, aparezca directamente.
Podría extenderme con otros ejemplos, pero creo más importante la transmisión de una idea general y la creación de un interés por el tema, que condensar un grupo de textos o recursos que pueden encontrarse en Internet. Si de alguna forma he logrado despertar ese bichito por leer y contar diferente, me doy por satisfecho. Porque al final, como ha dicho la propia Leila Guerriero,
“el periodismo narrativo es un oficio modesto, hecho por seres lo suficientemente humildes como para saber que nunca podrán entender el mundo, lo suficientemente tozudos como para insistir en sus intentos, y lo suficientemente soberbios como para creer que esos intentos les interesarán a todos”.
El periodismo narrativo no es, ni mucho menos, todo el periodismo o lo mejor del periodismo, pero cuando uno cuenta un relato, presenta sus conflictos y desarrolla sus personajes, cuando uno lo hace de una manera atractiva y humana, el lector lo agradecerá el doble.
¿Por qué escribo?, ¿para quién escribo?, son las preguntas de turno. Busquemos conmover, y no solo informar. Busquemos mostrar, y no calificar. Busquemos la persona de carne y hueso detrás del nombre que escuchamos. Busquemos el personaje y no la fuente. Busquemos, en fin, la historia tras la historia. Leamos, investiguemos, preguntemos, escribamos. Busquemos un inicio que enganche y un cierre a la altura del relato. ¿Qué toma tiempo? Lo toma. ¿Que no es fácil? A veces no lo es. Pero ese momento en que alguien deposita su confianza en nosotros y nos cuenta una buena historia, asumimos un compromiso no solo con esa persona y con nosotros mismos, sino también, con los lectores, con la verdad, con la propia historia.
No hay que estudiar periodismo para contar buenas historias. Se empieza por escuchar bien, observar mejor y ser constantes. Por leer, escribir, preguntar, investigar, leer otra vez. En nuestras manos está, a veces, la posibilidad de que el rock y el metal le interesen incluso a quienes, en un inicio, parecerían no estar interesados. Si no guardamos hoy nuestras historias, nadie lo hará por nosotros. Si no contamos hoy nuestras historias, corremos el riesgo de perderlas por siempre. Yo los insto a no rendirse. Y por supuesto, a seguir contando. Muchas gracias.
Friki y periodista. Cubano y lector. Ama el sonido de las teclas, pero le pesa escribir por encargo. Actualmente cursando una Maestría en Antropología y estrenando su primer libro.