María Gattorno está más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. Pero en su llavero,
junto con otros mil tarecos, hay una chapita que proclama que la vida comienza
en la cuarta década. Típico de su humor, agudo, culto… y constante. Es muy delgada
—«lo que más pesa de mi persona es mi trenza», casi anoréxica profesional
—«por años lo único que almorcé fue refresco instantáneo»—, y lo que
popularmente se conoce como «un alma de Dios», de tan buena…
YOSS – El Patio de María sí es particular
—¿Y tú te atreves, María? —preguntó, arqueando las cejas y escrutando con los ojos a aquella señora con trenza y cuerpo enjuto, de cuyos labios había brotado la propuesta más descabellada, pero más sincera, que alguna vez esperó escuchar como Director Provincial de Casas de Cultura.
—Sí… —respondió.
—Bueno, dale… pa’lante —le ripostaron. Y ella solo dijo «gracias, buenas tardes», y caminó rápido de vuelta a casa, antes de que el hombre cambiara de opinión, eufórica por haber conseguido la patente de corso para aquel proyecto loco por el que nadie apostaría un centavo en el año 1988: convertir el patio de la Casa Comunal de Cultura Roberto Branly, ubicada en el barrio habanero de La Timba, en un escenario para conciertos de rock.
Pero María Gattorno, Licenciada en Historia del Arte y jefa de actividades de ese sitio, había abrazado la locura desde hacía unos meses, cuando el primer grupo de rockeros que llegó a la Casa le contó sobre cómo sus ensayos en un parque terminaban entre gritos, improperios y botellazos de los vecinos. En ese momento, los engranajes de la mente «mariana» hicieron clic —o más bien, crac—, y decidió adoptar a aquel batallón de peludos y a cuanto muchacho ruidoso buscara sitio para ensayar sin que nadie le dijera afeminado, diversionista o antisocial.
—Ven acá, ¿y hasta cuánto van a estar ellos ensayando…? —investigó un día la directora de la Roberto Branly, pues veía que Hojo x Oja, los segundos ahijados de Gattorno, practicaban y practicaban en los salones, sin atisbo alguno de presentarse en vivo.
—Mireya, déjame explicarte: a ellos les gusta el rock sinfónico… Aquí no hay muchos seguidores de esa música… Déjalos soñar…—dijo entonces para calmar los ánimos, pero el día en que la exigencia se convirtió en obstáculo, María reunió a los muchachos y les habló sobre cómo salir del embrollo—: Necesito una actividad para quitarme la presión de encima… Llamen a los socios, a las novias, a la familia, y vamos a hacer una especie de ensayo nocturno con público, aunque sea para cuatro gatos…
Al despedirse de ellos, María no imaginaba que en la noche del estreno recibiría una encomienda casi bíblica. El ensayo de Hojo x Oja terminó en una imprevista congregación de jóvenes con pelos largos y pantalones apretados, tantos, que «casi caminaban por las paredes»; y mientras la madrina de los anfitriones ocupaba un puesto entre la audiencia, comenzó a indagar sobre el origen de aquella horda.
Allí conoció que existían grupos como OVNI, Metal Oscuro y Los Takson, que una banda llamada Venus fue obligada a separarse por ser considerada un «peligro social», y que apenas había espacios en La Habana para que los rockers pudieran expresarse. «Aquí hay que hacer algo», pensó, y tras reflexionar en silencio, formuló la pregunta que cambiaría el panorama friki para siempre: «¿Y si creo un espacio en la casa para conciertos de rock?».
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La tarde en que conocí a María Gattorno, ambos estábamos convencidos de que nos íbamos a salir con la nuestra. Sentada en un sillón de su cuarto-estudio en Nuevo Vedado, con uno de tantos gatos en el regazo y decenas de libros custodiándola, quien fuera durante dieciséis años la creadora y directora del único sitio dedicado al rock en La Habana, reiteraba que nuestro encuentro no se iba a convertir en la misma fábula del Patio de María que estaba harta de contar:
—Es que yo no sé cómo ayudarte. De verdad… ¡porque mira que se ha hablado ya de eso…! Por ahí hay periódicos, documentales, fotos… ¿Ya hablaste con los muchachos, con Diony, con «Mick Jagger»[1]…? Yo siempre he preferido no dar entrevistas, porque el Patio fue una cosa de ellos y para ellos… Era algo muy grande, que me superaba… —escucha mi pregunta—. ¿La situación del rock en la época? Bueno… —suspira—, ya que estamos aquí… pero fíjate, sin grabadora y sin hacerme fotos —niega rápido con la cabeza y frunce el ceño—, que ya estoy vieja y fea para eso… Escucha bien, que te voy a dar los titulares:
»Yo llegué a la Casa Comunal de Cultura de Paseo y 37, en enero de 1980, para llenar la plaza vacante de directora de actividades. Allá organizaba clases de tango, descargas de bolero, eventos para los niños… Y decía: “Ay, Señor mío, ¡ayúdame! ¿Qué vuelta le doy a esto para entretenerme?”. Y en eso me cayó el primer grupo… la semillita, como digo yo…»
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Por mucho que lo intente, María no logra recordar el nombre de aquella banda. En ese entonces, y durante el resto de la década de los ochenta, flotaban en la sociedad cubana los fantasmas del diversionismo ideológico, la aprensión contra el pelo largo y el binomio machismo-homofobia.
Pese a que el país se orientaba hacia la famosa rectificación de errores y la apertura gradual del pensamiento, la relación entre el rock y las casas de cultura, por ejemplo, vivía un «quiero, pero no», «te doy el espacio, pero te hago la vida un yogur». Algunos grupos de rock clásico, como Gens, tenían cierta oportunidad porque su música era accesible y bastante inofensiva, pero a otros —como los del heavy metal— la fortuna no los acompañaba. Metal Oscuro, fundado en el ’86, consiguió hacerse un espacio en la casa de cultura de Playa, pero de cinco conciertos programados, podía ofrecer tres, y dos de ellos eran suspendidos a menudo por la policía.
Quizás por anécdotas como esa, por tener el pensamiento flexible en un mundo de mentes cuadradas o porque se recordó a sí misma de adolescente, escuchando Los Beatles a escondidas, María sintió el peso de una encomienda y se propuso hacer algo que ayudara a los muchachos. «Voy a preparar una actividad más grande», decidió, y pensó en alguien que pudiera ser su cómplice.
—Pero, ¡tú estás loca! —reaccionó Armando, el director de la casa de cultura de Calzada y 8, antes de ser convencido por ella de organizar un encuentro con los frikis.
A esa reunión en la Roberto Branly, asistieron desde Luis Kohly, el antiguo productor de Venus, hasta músicos de Gens, Metal Oscuro y OVNI; la mayoría, más por curiosidad que por convicción de que fuese a suceder algo. María, ignorante aún de la cantidad de grupos de La Habana, se encontró con un poder de convocatoria inmenso y lanzó al aire la pregunta de cómo era la cosa con el rock en La Habana, porque su intención era preparar una actividad sistemática. A mandíbula batiente, una carcajada colectiva inundó la sala, porque ninguno ahí dentro creía aquello posible.
Pero la vieron idealista, maternal y un poco loca; tan rara para los estándares del funcionario, que terminaron haciéndole caso: «vamos a probar». Acordada la utopía, quedaba buscarle un nombre, y la primera propuesta fue El Patio, pues en esa zona de la casa tendría lugar el proyecto. «Ay, no. ¡Qué cheo!», pensó, pero apenas tuvo tiempo de reaccionar ante la irrupción de Dago Pedraja:
—A ver, caballero… —razonó el guitarrista de Gens—. ¿La cosa no es en el patio y tú no te llamas María? ¡Pues el Patio de María y se acabó!
Su pensamiento fue otro «no» rotundo, porque ni ella era conocida ni el nombre sonaba rockero —«como jardinería o agropónico, perfecto, ¡pero un proyecto de rooooock…!». Para su asombro —y posterior orgullo— una voz unánime lo aprobó: «¡Oye sí! ¡El Patio de María!», aunque aún no sabe si fue para salir del paso y empezar, o porque de verdad les gustaba.
Así, empezó el tropelaje para armar el primer concierto, montar el escenario, preparar el audio y contactar con la banda que abriría. En los Zeus, activos desde febrero, recaería la inauguración del espacio, y todo estaba listo para la noche del 10 de diciembre. Pero la fortuna no acompañó a los rockeros en ese primer intento. Un fallo del transporte a última hora dejó a María Gattorno rodeada de un público defraudado y molesto, y deseó, en aquel momento, que la tierra se la tragara.
—¡Aquí siempre pasa lo mismo! —gritaban algunos.
—¡Con el rock siempre es la misma mierdaaaaa…! —protestaban otros.
Con las lágrimas a punto de estallar e ignorando la colección de improperios, caminó hacia la horda de peludos y de rodillas les juró, por lo más sagrado de la vida, por la «Vilgencita de la Caridá», que la próxima semana «sí va a haber concierto», así que «vengan, vengan, por favor».
—Y al sábado siguiente, el 17 de diciembre de 1988, se inauguró el Patio de María, con un concierto de Los Takson. Aquello fue… la cagástrofe… Se inauguró con sangre. Y me quise morir de nuevo.
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No se sabe cómo, pero empieza. El grupo de turno comienza a cantar y alguna presión retenida en la válvula se destapa entre los thrashers y los rockers. Una banda de rock clásico tocando y un metalero diciendo «eso es una mierda», o un codazo cerca de la cara, a lo mejor sin intención, son causas más que probables para iniciar un pleito.
María, que hasta hoy ignora el detonante, solo puede ver la bronca que se va de las manos, e intenta mediar entre vampiros y hombres lobo. Ve una mesa hacerse pedazos, casi se fractura un dedo y cae al suelo de un empujón…
La piñasera continúa en la calle, entre las miradas sorpresivas de adictos al dominó y bebedores de ron de La Timba. Es noche de San Lázaro y los guapos, abundantes en el barrio, llegan en grupo a poner orden, «con el machete en la mano, como Celina González». Más de un friki terminará la noche preso o en una sala de emergencias con heridas de arma blanca. Uno, incluso, deberá llevar una plancha de metal en la cabeza por el resto de su vida.
Llega la policía, terminando el vendaval, y María regresa tarde a casa, hecha un desastre y sin dejar de llorar. Un pensamiento la atormenta: «Ahora sí les dimos la razón».
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A la Casa de Cultura no fue más hasta el martes de la semana siguiente, porque solo pensaba en la vergüenza que pasaría al llegar. Se imaginaba la reprimenda de su jefa, y hasta dramatizaba en su mente los regaños que esperaba recibir: «¡Esos rockeros son unos locos! ¡Unos delincuentes! ¡Unos animales…! ¡Que no se te ocurra más traer a ninguno por aquí…!». Cuando llegó el día y la directora la esperaba de brazos cruzados y mirándola de reojo, María Gattorno sudó frío.
—¡Jum…! —carraspeó Mireya—. Tremendo espectáculo que dieron… —silencio de María—. Ven acá… —cambió el tono—, ¿y qué tú vas a hacer este sábado…? —más silencio, porque esa pregunta no estaba en el «guion»—. Bueno…, mira ver lo que tú haces… tendrás que llamar a la policía…
«¡Y me dio por la vena del gusto, muchacho!». Esa tarde, al salir del trabajo, se reunió con el jefe de policía de la Estación de Zapata y C, y le asignaron un oficial con la paciencia de un monje budista. Acordaron reunirse un momento y conversar sobre qué cosa era el rock:
—Mira, esto es otra historia. La imagen y el contenido no es igual a lo que tú has visto antes. Eso que te parece una pelea, ese contacto de los frikis con la música andando, es normal, es como su forma de bailar… —explicaba ante una mirada de incredulidad que decía: «Esta señora no anda bien de la cabeza»—. Necesito que a quienes tú mandes estén adiestrados —seguía ella—, porque no quiero un camión de agentes, sino la presencia de uno o dos. Más para prevenir que para intervenir. Yo no necesito que se paseen por El Patio: se meten en mi oficina y me controlan al rebaño por la ventanita…
Tan fructífera resultó la alianza, que los propios policías terminaban pidiendo turnos para hacer guardia en los conciertos. Si los ánimos se caldeaban, cosa que no era tan rara, sonaba un grito de «¡salgan, que se armóooo!», y problema resuelto. Después, en los noventa, llegaría un jefe de sector «delicioso», El Púrpura, —«un negro de dos metros, rockero, que controlaba aquello de una manera…»— y el Patio continuó creciendo.
Se podía romper un equipo de audio o un instrumento, podían fallar la corriente y el transporte, podía llover y faltar la comida, el combustible, el futuro mismo de todos; pero era una locura de la que nadie se percataba. Abundaban las baterías incompletas, las guitarras sin cuerdas y las bandas con instrumentos prestados. En los momentos de mayor carencia, María preguntaba a los músicos: «A ver, de los que quedan vivos, ¿quién puede tocar este sábado?»; y hasta llegó a quemar la grabadora de su hijo en las noches de rockoteca («estuvo sin hablarme durante una semana»).
Lo mejor del Patio, o una de las mejores cosas que recuerda, era la posibilidad de que tocara cualquiera: el bueno, el malo, el malísimo, el que nunca había tocado; porque María nunca se sintió quién para decir que no; ya el tiempo se encargaría de probar si el grupo era bueno o malo. Su mantra, desde hace años, sigue siendo el mismo: «Voto por la constancia, gracias a la cual se han tumbado unas cuantas paredes. La vida es más fuerte que cualquier prejuicio».
—Y ahora ven —interrumpe el relato—. Vamos a hacer un cafecito y me ayudas a registrar las gavetas. Quiero enseñarte unas cosas.
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El punk y yo, por María Gattorno (fragmentos)
Cuando los conocí, me produjeron una inmensa alegría, eran un espectáculo a los ojos y al alma. Tenían ese desenfado de los que van por la vida seguros de sí mismos (…) Estaban dotados de algo que admiré desde el primer momento: una valentía visceral.
(…) ¿Cómo no amar a aquellos jóvenes enfrentados a una sociedad que los miraba desde la más profunda incapacidad para entenderlos? Aún tengo ante mis ojos un pomo lleno de una pasta desconocida que pretendía endurecer el pelo, a Gilito sentado en mi oficina (…) y mis manos tratando de levantar aquel penacho que se me resistía a ponerlo como él deseaba, media hora antes de salir a cantar con su grupo.
También conservo una propuesta de carátula para un casete que sería grabado en el Patio. Esto está más allá de todo un sueño delirante: proponerse la grabación ¡en vivo! de un concierto sin apenas recursos técnicos. Que pudiera pasar era absolutamente imposible, y ellos lo soñaban y hacían planes y confeccionaban sus pequeños bocetos y maquetas de grabación. Y yo los ayudaba, y hasta me lo creía, cayendo en aquella espiral de ilusiones maravillosas que nos ayudaban a vivir y seguir trabajando en un proyecto eterno de imposibilidades (…)
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Arrodillada entre viejos recortes de periódico, sobres de fotografías, fanzines con dedicatorias «para la madre del rock cubano» y algún que otro papel manuscrito y apenas legible, María Gattorno se siente de regreso en los noventa. Mientras les echa un vistazo a las fotos, recita de memoria el nombre de cada personaje y su procedencia, ocupación y futuro después del Patio. Muchos siguen hoy defendiendo el rock y el metal como músicos, promotores o público; otros, han cruzado el charco sin regresar a su origen, y un tercer grupo terminó sus días en un hospital, por complicaciones asociadas al sida.
—¡Mira lo que encontré! —exclama con emoción infantil—: Esta fue la primera historieta de Kid Sida vs Condom Lee… —despliega un pequeño folleto en blanco y negro—. La hicieron los muchachos para las campañas de prevención de ITS. Te leo un pedacito: «Cada noche en las calles, Kid Sida ataca emboscando como los ninjas. Su rostro puede ser cualquiera, pero no temas. Confía en Condom Lee. Llévalo a donde quiera que vayas y él te protegerá (…)».
María sigue leyendo y al terminar, suspira. La observo desde un costado y lamento una vez más su negativa a dejar fotografiarse. Se restriega la nariz por un segundo y dice, pero muy bajito:
—¡Ay, chiquito…! Hacía rato que no sacaba estas cosas…
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A principios y mediados de los noventa, la incidencia del VIH se disparó en Cuba, con la juventud entre los sectores más vulnerables. El gobierno diseñó una política de internamiento para contagiados y para ello creó en La Habana el sanatorio de Santiago de Las Vegas, conocido también como «Los Cocos».
María Gattorno recuerda los casos de muchachos que conocía inoculándose el virus, y los frikis entrando por tubería a aquel lugar «porque Los Cocos era, para ellos, el mejor de los mundos posibles: atención especial, comida, ¡helado de fresa!, en medio de tiempos tan duros… Muchos murieron de sida en aquella época, o lo hicieron años después».
Para prevenir la expansión del VIH, grupos del Ministerio de Salud Pública, el Centro Nacional de Educación Sexual y directivos del sanatorio, comenzaron a buscar sitios de frecuentados por jóvenes, hasta dar una tarde con el Patio. María los recuerda como «seres maravillosos», y con ellos formuló las estrategias para hacerle llegar a los rockers, en sus códigos, aquella campaña de prevención.
Así nació el proyecto Rock vs Sida, y con él, historietas, carteles, pulóveres, volantes… «Detectamos a los líderes naturales: YOSS y Raúl Aguiar como escritores, Narud Rodríguez, de diseñador. Hicimos conciertos, repartimos condones y hasta se creó la banda VIH, con integrantes seropositivos.
»A finales de la década, bordamos una manta con los nombres de los frikis que murieron de sida. Fue algo realmente hermoso… muy triste, por todas las vidas que se perdieron, pero hermoso», recuerda. «¿Que si el proyecto sirvió para legitimar al Patio? Síiii… pero ni así nos querían de verdad… Siempre nos tuvieron miedo».
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Cuando las hordas de frikis salían vestidos de negro por la calle Paseo rumbo a G, quien no los conocía pegaba el grito en el cielo y se preguntaba de dónde salía tanta gente rara y pelúa. Una vez, por los años 2000, los muchachos le contaron a María que Fidel Castro venía saliendo del Palacio de la Revolución, un sábado por la noche, y los escoltas los desalojaron por la fuerza antes de que el Comandante se encontrara con tal paisaje.
Al lunes siguiente, la Gattorno recibía en el Patio a dos agentes de la Seguridad del Estado, preguntando quién se hacía responsable por la conducta de aquellos antisociales. Y como casi siempre la llamaban para lidiar con cualquier problema con los rockers en La Habana —daba igual si era del Patio o no— llegaron a su oficina.
—Miren —les respondió con energía—, esos muchachos a los que ustedes llaman antisociales son hijos de la Revolución, nacidos y criados en este país… No son marcianos, ¡son cubanos! De todos los barrios de La Habana. Y les digo más. Muchos son hijos de compañeros de la Seguridad del Estado y de militares; otros, de presos comunes, de personas que atentaron contra la Revolución, de arquitectos que diseñan edificios, de médicos que salvan vidas… Esto es una muestra del pueblo cubano. Entonces, ¿cuál es el problema? —se quedaron callados y siguió—: La vía es pública, si ustedes quieren poner a dos jenízaros a patrullar de noche, pónganlos. Pero yo no puedo… no tengo potestad para decirle a un muchacho que no esté cerca de la Plaza. No la tengo.
«Y comprendieron», reconoce. «O al menos, no volvieron más en un buen tiempo por ese motivo». El Patio, por su parte, seguiría funcionando por algunos años más, convertido también en un espacio para festivales de tatuajes, exposiciones de artes plásticas y para que varios frikis discutieran sus tesis universitarias. «Por ahí pasaron bandas españolas, italianas, noruegas… no recuerdo de qué países más… Incluso, una de las representantes de Audioslave nos visitó y en el 2005, el propio grupo se presentó en La Habana, en la Tribuna Antimperialista… Claro, para ese año, el Patio ya no existía… Fue el fin de la “inocencia”».
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Dionisio Arce se acerca al micrófono y ya tiene al público en el bolsillo. Mil quinientos rockeros gritan a todo pulmón el estribillo «vamos a la silla eléctrica», como si previeran lo que está por suceder. Son casi las doce de la noche del 31 de agosto de 2003 y el Patio de María lleva media jornada activo, en el concierto más extenso de la historia del rock cubano. Antes de Zeus, hicieron de la suyas grupos como Qva Libre, Chlover, Hipnosis y Escape. El frenesí durante el turno de Tribal fue tan grande que sus seguidores se estrellaron contra la consola de audio y el show se detuvo unos minutos. A veces pasa. Es parte del encanto.
María observa feliz desde una esquina, porque la idea ha cuajado. Incluso logró que Aramís Hernández, el director de Zeus, prestara su batería para que todas las bandas tocaran. Cuando los frikis se marchan para seguir descargando en el parque de G y el Malecón, María y su equipo recogen los instrumentos y regresan a casa, muertos de cansancio, pero optimistas. Nadie sospecha que la sentencia del Patio está a punto de ser dictada…
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«Lo cerraron por droga, porque había droga».
«A mí me sometieron a una tortura china, que me revuelve la tripa…. Fui citada a varias reuniones semanales con el Gobierno Municipal y acusada como Juana de Arco, esperando por la hoguera».
—En el Patio de María hay drogas —le señalaron—: Pero, ¿cómo es posible que el Gobierno, el Partido y el Ministerio de Salud Pública no hayan tomado medidas…?
—¡Con permiso! —respondió María, tras haber mantenido el brazo en alto, varios minutos, pidiendo la palabra—. La primera que dijo eso, fui yo… ¡Hace cinco años! Y dije que era un problema urgente, porque, aunque había muchos lugares con presencia de drogas, en el Patio, MI espacio de trabajo, algunos grupos de jóvenes estaban entrando en ese camino.
»Pero lo detecté, y enseguida comencé mis boletines contra el sida y el consumo de sustancias… —tragó en seco—. ¿Y me están diciendo, ahora, que hay droga… cuando a mí ustedes me prohibieron usar esos materiales de PREVENCIÓN —(«aunque los seguí usando a escondidas»)—, porque decían que incitaban al consumo, y eso llevaba un análisis de las instancias superiores…? Me pusieron una mordaza en aquella época… ¿Y ahora me acusan de no haber hecho nada…?
La respuesta de María pareció rebotar contra los oídos de quienes la juzgaban. Después de un silencio incómodo, comenzaron la retahíla: que los vecinos de la cuadra se quejaban, que qué necesidad de esa bulla en el barrio, que el sonido del rock les tumbaba los cuadros de las paredes y hacía temblar el piso…
«¡Imagínate eso!», exclama todavía incrédula. «Con los amplificadores del Patio, ¡que eran sonido luz brillante, malíiiisimo…! Nos querían cerrar, sencillamente… y todo lo prepararon al dedillo».
Con El Patio en pausa hasta nuevo aviso, María fue citada una vez más. En un encuentro con funcionarios del Partido y el Gobierno, en la Dirección Provincial de Cultura, le informaron que iba a ser «salvada» con un ascenso a Metodóloga de la Dirección Provincial de Casas de Cultura. De todas las cosas que pudo imaginar, aquel paripé, como le llama, era lo que menos esperaba como coartada para el fin del proyecto.
Se sintió como una cucaracha: aplastada e impotente. Miró sus manos temblorosas y notó que sus fuerzas menguaban. Vio venir el desmayo, pero logró aguantar lo suficiente como para decir que sí, que iría a la siguiente reunión con el representante del Gobierno de La Habana. Para sorpresa suya, el funcionario estuvo de acuerdo con la promoción sin apenas conocer los detalles, como si todo hubiese sido pactado. «Fue la manera más “limpia” que encontraron para sacarnos del camino… Sin Patio de María, un problema menos».
Más tarde, informaron de manera oficial que la casa Roberto Branly iniciaría un proceso de reparaciones, y por eso la iban a clausurar. María, por su excelente trabajo, era promovida de cargo, «¡como si a mí me interesara ser burócrata…! Yo solo lloraba y lloraba como una Magdalena, cubos y cubos de lágrimas, hasta que se gastaron y me quedé con los ojos rojos…».
El encuentro para informar a los trabajadores fue otro suplicio para ella, y en medio de la reunión, el Chino, guitarrista de Combat Noise, se paró de su asiento y espetó a las dirigentes de Cultura:
—Todo eso está muy bien, pero yo quiero que sea María quien explique… —la señaló—. Yo quiero que me diga que se va porque quiere… María —se acercó y la miró a los ojos—, ¿de verdad tú te quieres ir?
«Y ahí comencé yo a llorar de nuevo y a gritar. Primero un sollozo y después una catarata. Me llevaron a una oficina y me dieron agua, café, cigarro…
—Piérdete, María, que lo que te va a caer de llamadas y gente va a ser grande».
La respuesta de los frikis fue instantánea: llamadas, protestas, cartas, recogidas de firmas a favor de la reapertura. Desde los rockers del público y los vecinos de La Timba, hasta Juan Formell y Silvio Rodríguez, rubricaron la petición para que el espacio se recuperara, sin éxito. «El resto de la historia es conocida. Yo no quise saber más nada».
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El Patio de María sí es particular, por YOSS (fragmentos)
Hace diecinueve años que soy rockero, y he visto cambiar poco a poco la actitud hacia el rock (…) Todavía nos miran en la calle como bichos raros, los niños nos preguntan con ingenuidad: ¿tú eres rockero? ¿y qué comes?, pero por lo menos ya nadie nos acusa de diversionismo ideológico, ni de contrarrevolucionarios… bueno, al menos nadie con dos dedos de frente…
Cuba tiene una mina de oro en sus músicos, en todos, y los rockeros no son la excepción. (…) Podemos vender mucho y muy bien, con solo un empujoncito, conque solo nos tiren un cabo… y ese cabo tiene que pasar necesariamente por el Patio de María, por el corazón del rock en este país desde el ’88.
Este lugar tiene que tener todo el apoyo, para que se convierta en la gran locomotora del milagro del rock cubano… que digan lo que digan, ya viene llegando… que ya tiene que venir llegando…
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—Te dije que ya no daba entrevistas, ¡y mira! —exclama María Gattorno, casi dos horas después de su negativa inicial—. ¿Sabes qué? Siempre digo lo mismo, pero si alguien me da cuerda, termino haciendo el cuento… Pero ya… creo que te he hablado bastante, ¿verdad…? ¿De la Agencia? Bueno…, la vida es sabia. Al Patio lo cortaron de raíz, pero se creó un vacío entre los frikis, que eran muchísimos, y eso provocó todo un movimiento de reclamaciones que culminó con la creación de la Agencia Cubana de Rock, en 2007.
»Creo firmemente que si el Patio hubiera seguido como estaba, nos hubiéramos ido en fade, consumiéndonos poco a poco, porque no teníamos los recursos ni la infraestructura para soportar la siguiente generación de bandas y público. Nos quedábamos cortos… Cerraron el Patio, sí, pero la escena era muy fuerte: el gobierno se vio obligado a profesionalizar a los músicos de rock y ofrecerles un espacio físico con condiciones adecuadas para los conciertos. Eso era inimaginable cuando empezamos el proyecto en los ochenta. Nosotros sembramos la semilla y terminó dando frutos. Fíjate, no te estoy diciendo que la Agencia es perfecta, pero ha sido un paso de avance para el movimiento.
»A mí me ofrecieron ser directora al inicio, pero qué va… Lo fui años después, porque los frikis me lo pidieron en un momento de crisis, pero en aquel tiempo seguía muy dolida, y preferí la distancia y el silencio…
»Estos papeles no —indica mientras la ayudo a engavetar su archivo—. Déjamelos aparte, que los quiero leer con calma después… Mira, niñi, de la historia del Patio puede hablar mucha gente, mucha. Gente muy feliz, porque esa fue como su casa y se quedó con los buenos recuerdos; y también gente muy dolida, porque después trabajar tanto y vivir tanto, se sintió apartada, desterrada, olvidada… Hay quien le tiene miedo a eso…»
—¿Y usted?
—Yo no —hace un ademán de sonrisa—. Yo no le temo al olvido. Hice mi parte y me alegra haber estado para que entendieran y aceptaran a los rockers.
Mientras recoge las tazas de café y las lleva hacia la cocina, siempre escoltada por sus hijos gatunos, no dejo de imaginarme a la María de las historias: sentada entre grupitos de peludos y entendiéndolos como una más, buscando la forma de que el próximo sábado haya concierto en el Patio, y hasta agarrando por los brazos a un friki arrestado sin razón o por una causa intrascendente, mientras les grita a los policías con un dramatismo shakesperiano: «¡Déjenlo! ¡No se lo lleven!».
Treinta y tres años han pasado desde el nacimiento del Patio de María y casi veinte desde su cierre, pero muchos aún recuerdan a su creadora como madre de los frikis o santa del rock cubano. Y ella, que en su infinita humildad se siente venerada, pero le da «una pena tremeeeenda (con cachetes rosados y todo)», confiesa que suena bonito, mas nunca ha sido tal cosa.
—Me conformo con ser una amiga —dice como tantas veces, haciendo pucheros de niña—. Una muy buena amiga.
Nuevo Vedado, marzo de 2020 y octubre de 2021
[1] Así le llamaban a Juan Carlos Torrente, un joven metalero que fundaría el grupo Combat Noise unos años más tarde.
Una primera versión de este texto fue publicada en la revista cultural cubana El Caimán Barbudo a finales de 2021, luego de obtener el primer Premio Nacional de Periodismo Cultural Bladimir Zamora in Memoriam.