Desde la cámara de un celular, a tres metros que en realidad son 3300 kilómetros, Elvis y Piko se miran «cara a cara», y el cantante de Darkness Fall suelta algo así como un «¡Coñó, asereee! ¿Pa’ allá afuera? ¡Cuidado cuando cruces el río!»
La escena genera risas y el concierto sigue, la gente sigue y Elvis sigue, al menos, hasta que aguante el paquete de datos de su amigo. Elvis, probablemente, piense durante ese instante en la última vez que fue al Maxim, la última vez que vio a Darkness Fall y la última vez que abrazó al socio que ahora sostiene el móvil. En eso, al menos, pensaría yo.
Hay quien se marcha y lo hace para siempre, y hay quien se marcha y nunca se acostumbra. Una vez leí por ahí que nadie se va del todo, y quizás en verdad sea así. El escenario, las bandas y el público cubanos no serán el Wacken, el Hellfest o el Monsters of Rock. Pero esos espacios imperfectos, esos festivales más o menos y esos piquetes de locos, probablemente no se olviden, porque en ellos, como en cada uno de nosotros, vive una parte de la Cuba friki. Y no hay distancia —creo yo— que borre aquello que somos.