
Iván Fariñas murió a los 75 años y atrás un legado tan contradictorio como fascinante. Fue llamado genio, loco, pionero, farsante, víctima y tirano, a veces todo al mismo tiempo. Su nombre quedará ligado para siempre al de Viento Solar, aquella banda que, en los años más grises de Cuba, intentó plantar una semilla de rock donde casi nadie lo escuchaba.
Mi primer y único intento de entrevistarlo fue en 2022. Junior Hernández Castro, El Friki Periodista, había publicado una pequeña nota sobre él, y algo en aquella historia me picó la curiosidad. Quería entender al hombre detrás del mito. Pero Iván no era de esos artistas accesibles, de sonrisa fácil y palabras amables. Yo, por mi parte, nunca me he caracterizado por la paciencia. Mala combinación. Le envié preguntas, esperando una conversación.
Al principio, hubo respuestas breves pero cordiales. Luego, ante la primera pregunta incómoda el tono cambió. «MIRA BROTHER, A MÍ ME DA IGUAL SI ME CREES O NO. SI QUIERES SABER MÁS DE VIENTO SOLAR, COMPRA EL LIBRO» (así, en mayúsculas, como si estuviera gritando desde el otro lado de la pantalla). Por mi parte no hubo segundo intento.
Y es que esa era Iván en esencia: impredecible, áspero, dueño de una terquedad que podía ser exasperante o admirable, dependiendo del cristal con que se mirara. Para algunos, Iván Fariñas fue un visionario desperdiciado. Un tipo con el talento y la actitud de un auténtico rockstar, pero atrapado en una isla donde el género nunca fue prioridad. De haber nacido en otro país, en otra Cuba, en otro tiempo, habría sido una leyenda internacional, dicen sus defensores. ¿Y por qué no? Puede que tengan razón.
Viento Solar no fue solo una banda; fue una obsesión. En una época en que el rock en Cuba sonaba a imitación tardía, ellos intentaron algo propio. Pero el reconocimiento llegó a cuentagotas. Tocaron donde pudieron, grabaron como pudieron, y con los años, su nombre se convirtió en una referencia de culto. Un «¿te acuerdas de Viento Solar?«, que circulaba más bien entre los que somos nostálgicos y coleccionistas.
Sin embargo, no todos le conceden el estatus de mártir del rock cubano. Para muchos, Iván fue un personaje que se creyó su propio cuento y exigió que los demás también lo hicieran. Se autoproclamó «la leyenda del rock en Cuba» décadas antes de que alguien más usara ese título para referirse a él. Era un polemista nato. Si el gobierno no le daba espacios, los acusaba de censura. Si una plataforma no le pagaba regalías, lanzaba diatribas en Facebook. Si algún músico joven no lo citaba como influencia, lo tachaba de ignorante. Su mundo era blanco o negro: o estabas con él, o eras parte del complot. Algunos lo admiraban por esa rebeldía; otros lo veían como un resentido incapaz de aceptar que el mundo no giraba a su alrededor.
Pero más allá de posturas, hay algo en lo que todos coincidiremos: Iván murió en las sombras. Sus últimos años fueron amargos. La salud le fallaba, el dinero escaseaba, y el reconocimiento que tanto anheló solo llegaba en gotas. Se refugió en las redes sociales, compartiendo videos viejos de Viento Solar, rogando que la gente los buscara en Google o vendiendo sus instrumentos como quien subasta piezas de un museo que nunca llegó a construirse.
Irónico o no, lo cierto es que ahora, muerto, recibe más homenajes que en vida. Los mismos que lo ignoraron hoy comparten sus canciones. Los que lo criticaban ahora admiten, a regañadientes, que «sí, tuvo algo especial». Quizás ese era su destino: ser un artista de contrastes. Admirado y cuestionado. Recordado y olvidado, una y otra vez. Estoy seguro de que le habría encantado ver este despliegue póstumo de elogios. Ojalá alguien le hubiera dicho a tiempo lo que hoy repiten tantos: «Iván, si fuiste importante.»
Por mi parte solo puedo decirte esto: descansa en paz, abuelo del rock cubano. La leyenda, al fin, es tuya.