
El 12 de octubre de 2018, cuando Javier Messina agarró el traje negro con capucha, los auriculares y los fanzines que solía repartir en las calles de la ciudad de Rosario, estaba dando, sin saberlo, el primer paso hacia su fin. Trescientos noventa y cuatro días después — atormentado, agredido y perseguido a raíz de una acusación sin pruebas, pero hallado culpable por el único tribunal que importaba a la opinión pública: las redes sociales — , su resistencia se quebró.
El 10 de noviembre de 2019, Javier Messina, de 37 años, conocido en el under argentino como Dios Punk, desayunó en la mañana con sus padres, y tras tomarse unos mates con su hermana menor, en el piso 14 de una torre de departamentos, saltó al vacío.
La noticia llegó esa misma tarde al feed de Facebook del periodista Nicolás Maggi, quien lo había visto con su guitarra en las calles y, años atrás, le había conseguido un espacio en medio de difusión local. De inmediato, a Maggi le pasó por la cabeza el caso en que el músico estaba envuelto desde el año anterior: una chica a la que intentaba enseñar su fanzine y su música lo había acusado de drogarla con burundanga, y tras enviar un audio por WhatsApp a una amiga, este se hizo viral y la misma gente se encargó, sin tener pruebas, de condenarlo.

“Algunos preguntaban si [el suicidio] era verdad o lamentaban la noticia. Otros recordaban el escarnio que había sufrido. También estaban los que apuntaban a la psicosis social armada alrededor de la burundanga”, explica el periodista argentino, cuya investigación terminó en una serie de podcasts bajo el título La Segunda Muerte del Dios Punk, ganadora del Premio Gabo de Periodismo 2022 en la categoría de Audio.
Producidos junto a Erre Podcast y con el apoyo de Radio Universidad de Rosario, los nueve episodios que integran la narración de esta historia recorren los acontecimientos desde fuentes diversas y múltiples miradas, ilustrando cómo los espacios digitales y la cultura de cancelación, pueden influir en el destino de las personas y llevarlas a una marginalidad obligada.
Porque Javier Messina, a todas luces, es inocente. Pero una vez que el audio viral lo tilda de acosador y la foto de su detención circula entre historias de Instagram, estados de WhatsApp, noticias y otros posts en redes sociales, ni una nota de prensa aclarando que no había pruebas de que la chica hubiese sido drogada, puede salvarlo. La maquinaria de internet es imparable, despiadada e irreversible; más aún hacia alguien que pertenece a una subcultura usualmente estigmatizada, a quien, además, han intentado echar de las calles porque su música no es del agrado de todos.
Y esos detalles, que conocemos a partir de la narración de Maggi, de los testimonios de autoridades, testigos y especialistas del caso, así como de familiares y amigos del Dios Punk, se nos revelan poco a poco en cada episodio, de forma tal que las incógnitas se van despejando: descubrimos quién era en realidad Javier Messina, qué sucedió aquel 12 de octubre, cómo influyó en el caso el pánico social generado por la burundanga, por qué tardó un año el proceso y cómo continuó viviendo después del escrache.
De esa forma, y con una banda sonora integrada por las canciones de Sueños Punk Rock —la banda de Javier— , se nos desdobla un personaje en extremo sensible e incomprendido, un muchacho que utiliza la música para escapar de la realidad, y que no es capaz de lidiar con ella una vez que esta se torna demasiado hostil.
Pero Maggi, aun con la empatía y sensibilidad que siente hacia el protagonista de la tragedia, se aleja del panfleto moralizante, no cede a la tentación de culpar a los feminismos y no busca el linchamiento de la denunciante. Su postura es la del narrador, el que reconstruye los hechos y los intenta explicar, pero son otras las voces, los entrevistados, quienes cargan con el peso de valorar.
Más allá de sus valores estéticos y recursos sonoros, La Segunda Muerte del Dios Punk es un relato conmovedor que, a lo largo de una hora y media, rinde homenaje a una víctima del linchamiento virtual, denuncia una realidad a la que no somos ajenos y nos insta a entender a los otros más allá de nuestros prejuicios.
A fin de cuentas, concluye el periodista en el capítulo final, el Dios Punk era una persona sin excesos. “No consumía drogas, casi no tomaba alcohol y se negaba a vivir atado a lo que entendía como una prisión farmacológica. Sus letras muchas veces hablaban de problemas existenciales, de tratar de estar bien cuando todo parece negro, de salir adelante aunque las puertas se cierren, de que nadie te diga cómo tenés que vivir”.
“Su alma sensible, algo aniñada, que se angustiaba hasta cuando un comerciante le decía que cantaba mal, no soportó quedar injustamente habitando en ese lugar de estigma sin saber si algún día el maltrato se iba a detener”, relata el periodista. “La picadora de carne de las redes sociales que muchas veces acaba con carreras de artistas o figuras públicas, que no conoce límites en torno a la venganza y se erige como jurado sin credenciales, había deliberado que no podía seguir con su frágil circuito de vida que lo mantenía todavía atado a este mundo con una fina cuerda. Y eso, fue demasiado para él”.
La Segunda Muerte del Dios Punk no fue más que la concreción de un tormento que lo había acechado por mucho. El suicidio, entendido por el narrador como “el acto más íntimo que puede cometer una persona”, fue el escape definitivo de Javier Messina, el colofón de una muerte en vida y un grito final de auxilio que la gente no supo — o no quiso — escuchar. ¿Y si abrimos los oídos?