¿Recuerdas cómo era antes de esto? Antes de la crisis, la COVID, la coyuntura… Antes del cierre… ¿Recuerdas cómo era antes del cierre? ¿Las hordas de negro, interminables, viniendo? ¿Las pometas de alcohol de mano en mano? ¿Recuerdas las melenas, los gritos, las guitarras, la sala llena, los cuernos del diablo, las bandas? Las bandas… ¿Cuántas se habrán ido desde entonces? ¿A cuántas no pude acoger durante los años que me cerraron? ¿A cuántas he visto nacer y morir bajo mi techo? ¿Por cuánto más podré ser lo que he sido por quince años?
Soy más viejo de lo que aparento. Mucho más. Y al principio, cuando nací en Bruzón no. 62, entre Almendares y Ayestarán, no pensé que ampararía a los pelús que me han santiguado como un templo. En mi época de esplendor, entre los 40 y los 50, fui un cine de barrio —¡un señor cine de barrio!—, con mis cientos de butacas y una de las pantallas más grandes de La Habana. Con los años, perdí un poco el nombre de cine Maxim, que había heredado de una sala anterior, porque también fui teatro; pero entre crisis reiteradas y una creciente desidia, me vi abandonado a mi suerte, a merced del tiempo y la lluvia. Unos cuantos lloraron por mi ausencia; para otros, pasé a ser otra ruina de esta Pompeya insular. “Lo que pasa es que ‘Revolución es construir’, no reparar”, escuché una vez el lamento de un vecino. De haber tenido boca, le hubiese respondido… Me resigné al silencio. Y a la espera.
Una tarde —¿habrá sido en 2007?— desperté con el ruido de las obras. ¡Cuán contenta hubiera estado la señora Valiente, mi administradora por veinticuatro años, al saber que volvería a existir! Después lo supe por su hijo Oscar, uno de mis cuidadores, que sufrió por mí durante años y partió de este mundo sin poder verme de nuevo activo. A Oscar lo quiero con el alma. También a Rafa —el muchacho que maneja hoy las luces en los conciertos y que podría buscar algo más lucrativo y menos peligroso que hacer equilibrismo para ajustar los focos, pero no lo hace— y a Raúl, Silvito y Friedman, los sonidistas a quienes todos critican cuando el audio no responde, y a los que pocos alaban cuando lo hacen funcionar como pueden, incluso, poniendo plata de sus bolsillos para reparar los altavoces. También quiero mucho al Benni, el negro viejo y ciego que alguna vez fue utilero; a Juanelo, el rubio de pelo largo que viene a los conciertos en silla de ruedas; y a otras caras recurrentes que forman parte de quien soy.
Hay quien dice que el Maxim Rock no es el mismo. “No es como antes”, “tremenda mierda”, “ya no sirve”… Lo dicen a mis puertas y en mis pasillos, en mi sala y mis oficinas. Te lo han dicho a ti. Lo has dicho tú. ¿Pero cómo ser el mismo, si todo ha cambiado? Yo… tú… tus amigos… Cuba.
¿Te acuerdas del 2008? ¿Del primer concierto de Zeus, de Hipnosis, de Escape, de Combat Noise? ¿Recuerdas a Ancestor y a Chlover? ¿A Estigma y DeadPoint? ¿Y los Brutal Fest, con grupos de Europa, Estados Unidos y América Latina? ¿Te acuerdas del entusiasmo por la Agencia Cubana de Rock, la fe que recobraste después de que te quitaran el Patio de María, de que te sacaran de las casas de cultura, de que te dijeran, por años, delincuente, drogadicto, vago, antisocial? ¿Recuerdas la entrada a cinco pesos, la sala repleta hasta el fondo, el olor a alcohol barato, a sudor, a metal? ¿Te acuerdas de cuando tocaron grupos de salsa e intentaron marginar a las bandas frikis, y entre ustedes y yo —porque yo no estuve de acuerdo con eso— sacamos a aquella directora que tanto daño intentó hacer, y salimos a flote?
Pero llegó el 2015. Tú sabes lo que pasó… El fantasma del deterioro, que regresa siempre. Me cerraron de nuevo. Tres años esta vez… Mientras tú deambulabas por los parques, hambriento de conciertos, y tus amigos músicos buscaban otro espacio para tocar, desistían de tener un grupo o se iban de Cuba para siempre, yo escuchaba sus lamentos. Los de ella, la señora que una vez levantó la voz por ti y sufrió en su carne tus dolores, y a la que volviste de nuevo para intentar salvarme, y salvarte. Yo la escuchaba. A María Gattorno, María la del Patio: redactando papeles hasta tarde, haciendo llamadas, buscando materiales, viendo, desde un buró que nunca quiso ni pidió, cómo devolverme la vida para que tú y tus amigos no colgaran las botas.
Y lo logró. Lo logramos. Abrí mis puertas de nuevo y tú volviste a cruzarlas. Recuerdo tu cara esa noche, tus ojos frente al escenario… ¡hasta lo malito que se fue tu socio para el parque de G! Volviste, volvimos, a creer.
Después de la pandemia y la crisis, pocas veces he llenado mi sala. Vi tocar por última vez a Tendencia y Treatment Choice, a Helgrind, Trendkill y STONER. He visto a un friki llamar a un amigo que cruzaba la frontera esa misma noche, y enviarle un video del concierto al que no pudo asistir antes de irse. Recuerdo la última vez que retumbaron “La Ponina” y “Antes que lo prohíban”, y lamenté no enterarme a tiempo del final Switch. He visto nuevos rostros, y he dejado de ver muchos otros.
Te he sentido dudar últimamente. No te juzgo. No soy EL rock de Cuba, como muchos te dijeron; soy una parte. Una importante, pero una parte al fin. Me llamabas templo. No sé si aún lo sea. Ahora, para subsistir, admito peñas de música electrónica… A ti eso no te gusta. Lo sé… A mí tampoco me hace mucha gracia… pero, ¿qué salida tengo, si exigen que sea rentable…? No quiero perderme, friki, pero sin ti y tus colegas, dejaré de ser el Maxim Rock. Cuando todos te den la espalda, yo intentaré estar ahí; con mi audio de mucho tiempo y mis bombillos intermitentes, con las filtraciones que regresan a mi techo y mis cristales con papel precinta. Pero estaré. Con mis quince años de rockero, las paredes que han visto a cien bandas y tus recuerdos a cuestas. NUESTROS recuerdos a cuestas. Esperándote.
Esta crónica se publicó por primera vez en la revista AM:PM