Llueve. Las gotas, unidas en una cortina, golpean el asfalto y el cuerpo de las cinco personas que caminan por la carretera. Avanzan en silencio, los brazos cruzados, las ropas pegadas al cuerpo, los cabellos derretidos.
—Deberíamos volver —dice ella.
El muchacho que camina a su lado la mira.
—¿Cómo? —dice.
—Que deberíamos volver allá.
Él descruza los brazos, la cólera en la mirada. No puede creer que la discusión se vaya a reanudar. A los cinco les había cogido el aguacero en medio de la querella y ahora tienen que avanzar con la lluvia azotándoles, pero deben seguir, alejarse.
—¿Vas a volver con lo mismo? Acabamos de hablar de eso hace un rato.
—Sí, pero no podemos… no puedo hacerlo, yo tengo que volver… tenemos que volver y decir la verdad, no nos va a pasar nada, yo sé que no nos va a pasar nada, nosotros no tenemos la culpa.
—Yo no quiero líos con la policía, la mejor solución fue la que encontró el Mondongo, no se podía hacer otra cosa.
—¿Y por qué hay que hacerle caso a todo lo que diga este tipo? —señala a uno que camina delante de ellos, a cierta distancia.
Julio Mondongo se da vuelta hacia ellos, descruzando los brazos. Avanza con determinación, los puños cerrados. La muchacha se detiene. El muchacho que estaba a su lado se interpone entre ella y el aludido. Sus miradas se encuentran.
—Contrólala —le dice Julio Mondongo, señalando a ella con un dedo largo y huesudo—. Contrólala, que no respondo de mí.
—Está bueno ya, Mondongo; no hace falta caer de nuevo en la misma discusión.
—Entonces contrólala, Javier. Tú y yo vamos a tener problemas por culpa de ella. Coño, que no me siga acusando, lo que ocurrió no fue por mi culpa.
—¿Qué no fue por tu culpa, so comemierda? —una segunda muchacha se acerca a ellos, acompañada de otra persona.
—Yusi, está bueno ya, carajo —interfiere Javier—, ¿quién iba a saber que al Jicoteo se le ocurriría hacer esa barbaridad? Nadie lo podía adivinar.
—¡Se le ocurrió a él! —contesta Yusi, señalando al Mondongo.
—A él mismo —apoya Mariana, todavía amparada detrás de Javier.
—A mi nadie me puede acusar de nada. Aquello fue jugando, yo no lo estaba tomando en serio —Julio Mondongo manotea. Unas alas de agua se disuelven en el aire.
—¿Sí? ¿No me digas? —contesta Yusi con insolencia.
—Está bueno ya, vamos a dejar la discusión —interfiere Javier—, lo que tenemos que hacer es seguir caminando, caballeros. Ya casi estamos llegando a Delicias, de ahí solo tenemos que atravesar y llegar a Puerto Padre, y se acabó, se acabó todo… nadie va a saber que tuvimos que ver con aquello.
—Y claro que no tenemos que ver —responde Yusi—, nosotros andábamos las dos parejas, tú, Mariana, El Gato y yo, y a última hora apareció este pega´o con su gente — señala a Julio Mondongo.
—¿Y qué? Me hubieran dicho que no querían descargar con nosotros y ya. —Maldita sea la hora que nos dio por ir a esa peña de Rock de Chaparra —susurra Yusi, como dialogando consigo misma—. Maldita sea, maldita sea la ocurrencia de ir a esa iglesia —mira al Mondongo—. Maldita sea el momento en que te apareciste y se te ocurrió esa mierda de invocar al diablo.
—Era un juego, partida de imbéciles, ¿Cuántas veces lo tengo que repetir? —Tremenda gracia que tuvo el jueguito —contraataca Yusi con una voz distorsionada por el sarcasmo. Se acerca al Mondongo—. Mira como me río, idiota. ¡Por tu culpa Bárbara y el Jicoteo están muertos, coño!
—¿Y qué piensan hacer, partidas de genios? —dice Julio Mondongo—. ¿Ir a la policía, contar lo que pasó? Ustedes son tan culpables como yo, estaban ahí también. Y tú —señala a Javier—, traías una botella de kini con pastillas, y le diste al Jicoteo, que no se te olvide eso.
—Todos tomamos de ella —Javier lo mira con resentimiento.
—Sí, pero no todos tenemos la misma reacción —responde—. ¿Ven? —Julio Mondongo se pasea entre ellos con los brazos abiertos, el triunfo reflejado en el rostro—, todos tenemos culpa, ¿no es verdad, inteligentes?
—Mondongo, yo no pienso pagar por lo que pasó —responde Javier—. Yo fui… nosotros fuimos allí para otra cosa, no para aquella mierda, eso se te ocurrió a ti.
—Ah, pero resulta que del susto se te quedó la botella, ¿a que no te acuerdas? Estás embarcado, inteligentón, en la vida real vas a pagar tú.
Silencio. Todos miran a Javier, esperando una reacción. Él siente el peso de las miradas, se aparta los cabellos chorreantes.
—Javier —dice de pronto Mariana, lo toma del brazo—, deberíamos regresar a buscar la botella esa antes que sea tarde.
—¡Ahhh! —Julio Mondongo sonríe, victorioso—. Ahora resulta que ya no quieres ir a la policía ¿no?
Mariana hace un gesto de desagrado.
—Yo no tengo por qué tener miedo de eso —responde Javier—, al que se le ocurrió el ritual satánico fue a ti, ninguno de nosotros participamos. Tú fuiste el que mandaste al Jicoteo. Y aparte, para que no te equivoques, la botella tiene las huellas de todos, incluido tú —se vuelve hacia Mariana, le aparta los cabellos—. No te preocupes, Mary, él no va a poder utilizar eso en nuestra contra.
—Entonces todos iremos presos —Julio Mondongo carcajea—, ¿no?, todos fuimos culpables. ¿Y aquel? —señala al Gato que se halla a cierta distancia, mirando al asfalto sin decir palabra—. El cuchillo es de él, así que posiblemente sea el mayor incriminado. Si ustedes me acusan yo voy a inventar un cuento que ni Edgard Allan Poe. Todos se van a joder por chivatos.
—Maldito sea el momento en que te atravesaste en nuestro camino —comienza a decir el Gato—, nosotros íbamos a la iglesia abandonada a descargar, a pasarla bien y tuviste que aparecerte tú, el Jicoteo y la otra a joderlo todo, antojarte de ir con nosotros para aguarnos la fiesta.
Julio Mondongo no contestó. Todos miraban al Gato, advertían que un furor iba creciendo en él.
—Tenías que joder nuestros planes. Tenías que aparecer con tu esclavo y tu puta… —¡Eh, eh, eh! ¡Cuidadito ahí! —salta Julio Mondongo— ¡Respeta la memoria de Bárbara! ¡Respétala, que está muerta!
—¿Que respete su memoria? ¡Si fuiste tú quien la mataste! —contesta el Gato—. Coño, uno iba allí a divertirse, a templar, ¿y tú? A inventar ritualitos satánicos para hacerte el satanicón, el oscuro, y lo que hiciste fue desgraciarnos la noche… la vida, a todos nosotros… a ti. La culpa es tuya, Mondongo de mierda.
—Sí, tú tienes la culpa de lo que pasó —dice Yusi, señalando a Julio Mondongo. —Sí, tú, tú mismo —el dedo inquisidor de Mariana, señalándolo también.
—No, y encima tiene el descaro de querernos enredar a nosotros.
—¡Le voy a partir la cara al que me vuelva a acusar!
—Tú no vas a partirle la cara a nadie —contesta el Gato—, tú lo que vas a pagar por lo que hiciste, porque a ti nadie te mandó a inventar esa mierda de ritual, y menos coger mi navaja para eso.
—Me la diste, ¿no? ¿Quién te mandó?
—Yo no sabía que iba a ser para eso, tú me engañaste.
—¿Ah, que no lo sabías? ¡Qué ingenuo eres! Te jodiste por ingenuo, Gato con botas, te jodiste —Julio Mondongo lanza una carcajada—. Además, yo no sé por qué aquí todo el mundo habla de mí como si yo hubiera sido el que la mató, y todos saben que fue el Jicoteo, ustedes lo vieron.
—¡Tú lo mandaste, tú lo mandaste! —le grita Yusi— ¡Por Dios, no quiero ni acordarme de eso! ¿Y cuando el Jicoteo vio lo que había hecho y se llevó la navaja a la garganta? ¡Dios mío, no quiero tener que volver a ver eso jamás! Eres un monstruo Julio Mondongo, un monstruo. Ahí estás como si nada. Allí se quedó tu novia, abandonada, cayéndole agua como si fuera un perro muerto. Nunca te importó Bárbara, cabrón maldito, y menos el Jicoteo, que tanto te seguía.
—El Jicoteo era su esclavo y Bárbara su puta —dice El Gato.
—¡Te voy a partir la cara! —contesta Julio Mondongo.
Pero El Gato ya está encima de él. Un primer golpe hace que el Mondongo se tambalee, aunque logra mantener el equilibrio mientras trata de contener y esquivar los golpes de El Gato. La lluvia comienza a arreciar. Las infinitas agujas de agua se estrellan en el asfalto y en los cuerpos en plena lucha. Los golpes de El Gato suenan mojados y contundentes. Julio Mondongo solo atina a retroceder para tratar de levantar la guardia, pero no le da tregua. Todos animan al Gato a pegarle con el mismo entusiasmo y euforia que cuando alentaban al Jicoteo a realizar el sacrificio en el altar ruinoso de aquella iglesia abandonada. Antes del desenlace fatal, ya habían olvidado el disgusto y estuvieron divirtiéndose con las locuras de Bárbara, quien se desnudó de manera teatral para acostarse en las losas derruidas.
El Mondongo humillaba al Jicoteo, como siempre, diciéndole: sé hombre, demuéstrale a Satán que eres hombre, so maricón; y todos ellos gritando: ¡hazlo, hazlo, hazlo!, convencidos que el Jicoteo no lo iba a hacer, que de seguro le devolvería la navaja a Julio Mondongo, quien le diría horrores, y ellos iban a reír y seguir tomando, tal vez convencidos que no había sido tan mala suerte que el Mondongo y los suyos se hubieran pegado a ellos, por lo menos se estaban divirtiendo. Pero el Jicoteo seguía ahí, escuchando la incitación de los demás, el alma estremecida ante cada improperio del Mondongo que le gritaba: jicotea maricona, so pájara, no te atreves a hacerlo, mariquita; y el Jicoteo alucinado, con la mirada clavada en el cuerpo semidesnudo de Bárbara, y abochornado por los insultos que el Mondongo le gritaba frente a ella: la imagen recurrente de sus fantasías eróticas.
Ah, hubiera querido no haberla conocido nunca, no tuviera entonces la maldita obligación de masturbarse cada vez que recordaba su cuerpo, ahora desnudo por primera vez ante sus ojos. Oh, la voluptuosidad de ese cuerpo, sugerido en la mayoría de las ocasiones por shorts cortísimos, jeans ajustados, minifaldas de infarto o un hilo dental… ¡por Dios, aquella vez en la playa! Pero en ese momento el pubis estaba al descubierto, rasurado, apetitoso, se lo comería, oh, sí, y la chaqueta semiabierta, mostrando un seno, por Dios. Y Julio Mondongo cada vez más alto: atrévete, maricón, atrévete, y él no era maricón, nunca lo fue, ni tan cobarde como el Mondongo pensaba, por eso el movimiento casi involuntario, lleno de ira y locura, la navaja brillando en el aire, el golpe sordo. Sí, la tortura tenía que desaparecer, las fantasías, la frustración de tanta autocomplacencia. Ya no tendría que hacerlo más, era el final de la esclavitud, de odiarse a sí mismo; y en el mismo instante en que comenzó a brotar la sangre y las exclamaciones, surgió del cielo un alarido, o un grito ronco, o la imprecación de un Dios colérico que lanzó sobre él y todos ellos una masa de lluvia que todavía no cesa.
Pero ahora quien yace sin vida es Julio Mondongo. La lluvia cae sobre él, inmisericorde, diluyendo la sangre que se escapa de su cabeza y rueda por la piedra que lo recibió en el suelo. Todavía el Gato tiene los puños cerrados, el pecho convulso, la respiración escapándosele en resoplidos, creando una nube que se disuelve en el aire traspasado por la lluvia incesante. Mira el cuerpo exánime sin decir palabra, mientras la lluvia también resbala por todo su cuerpo, chorreando, cayendo a hilachas sobre el asfalto. Los demás se acercan a él, hipnotizados por el horror.
—Ahora sí, coño —logra decir Javier—, ahora sí se jodió esto.
—Dios mío —Yusi se lleva las manos a la cabeza.
Todos observan el cuerpo de Julio Mondongo, la sangre que escapa, fundiéndose con los arroyuelos creados por la lluvia. Los ojos apagados del Mondongo miran al cielo, la boca abierta, empozando el agua.
—¿Qué vamos a hacer? —solloza Mariana— ¿Por Cristo, qué vamos a hacer ahora?
—Ahora sí no podemos regresar allá —dice alguien—, de ninguna manera. Tenemos que olvidarnos del asunto de la policía y perdernos.
Javier mira al Gato, pero este se da vuelta y echa a andar por la carretera. Todos lo siguen con la vista por unos instantes, luego intercambian miradas de complicidad. Ahora avanzan nuevamente en silencio, los brazos cruzados en el pecho, los ojos fijos en el asfalto chisporreteante. Encima de ellos la noche tormentosa, escupiendo agua.
(Este cuento pertenece al libro Morir con las botas puestas, que puedes descargar en nuestra sección de Libros de rock y metal cubano)
