El 21 de abril de 2023, casi 30 años después de lanzarse al mar, Roberto Armada morirá de cáncer sin haber vuelto a tocar en un gran escenario y a plenitud, las canciones de su adolescencia.
Poco rastro quedará de Skippy —casi nadie le decía Roberto—, más allá de una foto regular con la cámara que se pudo, unos demos mal grabados que alguien conservó, un video malucho de él tocando su bajo y filmado por estudiantes de cine; y una página amarillenta de revista que se publicará cuando su grupo Venus, pionero del heavy hecho en Cuba, deje de existir, o más bien, no lo dejen existir.
Quizás, en una gaveta policial, empolvados y carcomidos por polillas, se conservan aún los papeles que registraron su paso por las celdas en los 80. Problemático, vago, mala influencia, diversionista. Rockero. ¿A quién se le ocurre ser rockero en la misma época en que las tropas especiales irrumpen en un concierto de las Almas Vertiginosas, en que el Festival de la 14 termina en un arresto multitudinario de frikis, en que cada concierto de rock puede ser una bomba de tiempo?
¿A quién se le ocurre llenarse el cuerpo de teipe negro para tocar el bajo con el perro calor tropical, llenar el anfiteatro de La Habana Vieja de gente rara y extravagante en una época de prejuicios, y aún así, creer que nada pasaría?
¿O sí lo sabías, Skippy? —perdóname que te tutee y cambia hasta el tiempo verbal—. ¿Sí sabías, pero aún así te arriesgabas porque disfrutabas provocar, romper las reglas, emular a las estrellas de rock que veías en los casetes y las contraportadas de los discos; ¿ser tú también una estrella, aunque eso significara recibir golpes de la vida?
Lo fuiste. Aunque fuera para unos pocos. Eso dicen quienes te vieron tocar con Venus y defender tus canciones en español y con letras propias, hasta el día en que los silenciaron. Eso dicen, también, quienes te siguieron la pista en Sentencia y Metal Oscuro, los que contigo compartieron escenario, ya los que una vez miraron tu show desde abajo, como público, y estuvieron y están en el lugar que dejaste al irte.
Hoy descubrí cómo fue tu partida, la primera… en el 94. Cómo cruzaste el estrecho sin haber grabado un disco en Cuba, cómo te fuiste sin un tributo, cómo te volviste a ir —ahora sí, para siempre—, sin contar tu dolor y tu alegría, tus sueños y tus temores, tu afición por el dichoso teipe. Sin contarte, Skippy, sin contarte a ti mismo.
Me habló un amigo de ti, hace semanas, hoy releo los mensajes: «Skippy se muere de cáncer. Quiere contar la historia de Venus… y lo quiero poner en contacto contigo». «Dispuestísimo —respondí—. Aquí estoy».
Y aquí estoy, Bola de Teipe, y tú te has ido. Te has ido tú, pero no tu historia. Tu historia la guardan los frikis de los 80 y la transmiten cada vez que la nostalgia les duele. Y yo, que alguna parte de ella he contado, escribiré, el día de tu partida:
«Skippy morirá como mismo vivirá, que es la única forma de andar para quien recibió de la vida tantos golpes y no dejó de hacer. Vivirá y morirá como siempre: luchando».